

El trabajo de Laura González Cabrera tiene mucho que ver con las letras pero también con los números y, en general, con sistemas cifrados de comunicación que despliega en el espacio a través de una geometría que se inspira, en muchas ocasiones, en tramas textiles, trenzas y nudos.
Su leitmotiv es devolverle a la mirada —la propia y la ajena— la atención perdida en el incesante caudal de información que circula en las pantallas. Para ello recurre a un lenguaje pictórico minucioso, tejido con lentitud, cuidado y precisión, como en tantas prácticas artesanales que parecen escapar al tiempo o instalarse en otro distinto. La pintura se convierte así en refugio frente a la fugacidad, un espacio que se abre a través de las manos, más que un simple repertorio de imágenes destinadas a alinearse con la historia de su medio o a ser consumidas por la subjetividad de su época.



Para Laura González Cabrera, posar la mirada durante el tiempo suficiente sobre una superficie la convierte potencialmente en la puerta de entrada a otra dimensión, donde la intensificación de lo visible —en su materialidad y en su lenguaje— convoca otra manera de percibir el mundo y de sostenerse en él.
Nacida en Las Palmas de Gran Canaria en 1976, su trayectoria está marcada por la insularidad y la lejanía de los lugares donde “suceden las cosas importantes”, aquellos que concentran estímulos, posibilidades y visibilidad. Laura González Cabrera convirtió la periferia, la distancia y el silencio en cómplice de su motor creativo: le permitió sustraerse de la agitación y de las motivaciones propias de los epicentros culturales y sociales, cultivando una mirada propia, contemplativa y pausada, que interroga la inercia exterior. En ella, la observación, el análisis y la calma adquieren una fuerza transformadora y se convierten en herramientas esenciales de su práctica.

En 2007 fue seleccionada en la prestigiosa convocatoria Generaciones de La Casa Encendida (Madrid), un punto de inflexión que dio mayor visibilidad a su trabajo. A partir de entonces, ha desarrollado un recorrido expositivo en galerías como Marta Cervera, Ponce + Robles y Max Estrella en Madrid, Bibli en Tenerife o Ángeles Baños en Badajoz —entre otras—, con esta última ha mantenido, además, una estrecha colaboración a lo largo de los años.
Ha participado en ferias de arte como ARCO Madrid, Swab Barcelona, ARCO Lisboa, Art The Hague o ArteBA. En paralelo, su obra ha sido presentada en instituciones y museos como el Centro Atlántico de Arte Moderno (CAAM) en Las Palmas, el TEA Tenerife Espacio de las Artes, el Museo de Arte Contemporáneo Gas Natural Fenosa en A Coruña, la Fundación Juan March o Es Baluard Museu en Mallorca, entre otros. Su trabajo forma parte de colecciones públicas y privadas, como la del Gobierno de Canarias, el Cabildo de Gran Canaria, el Centro Atlántico de Arte Moderno, TEA Tenerife Espacio de las Artes, la Fundación DIDAC, la Colección Los Bragales, la Fundación DKV, la Fundación Canaria para el Desarrollo de la Pintura o la Colección Pilar Citoler.




Además de su producción artística, ha desarrollado una labor docente y de mediación en universidades, museos y centros de arte, impartiendo conferencias, participando en seminarios o impartiendo talleres en instituciones como la Universidad de La Laguna, el centro de arte La Regenta, la Escuela de Arquitectura y el Colegio de Arquitectos de Las Palmas de Gran Canaria, el Círculo de Bellas Artes de Tenerife, el CAAM o Es Baluard Museu. Su trayectoria incluye también estancias en programas de residencia artística en espacios como MediaLab Prado en Madrid, la Fundación DIDAC en Santiago de Compostela, los estudios de La Regenta en Las Palmas de Gran Canaria o el centro Les Récollets en París, experiencias que han ampliado y aún hoy siguen nutriendo su práctica en diálogo con contextos internacionales.

Uno de los ejes centrales de su práctica es la relación con la palabra, que en su obra actúa como señuelo de experiencias veladas y codificadas o bien como símbolos de una realidad intangible. Para la artista, la vivencia siempre precede a la narración, y las letras operan a la vez como testigo y anzuelo, atrayendo la atención del espectador que escudriña la superficie en busca de sentido. En muchos de sus lienzos y murales, cuando aparecen palabras rara vez se leen de forma literal o inmediata; emergen y desaparecen entre tramas, se encriptan en geometrías o se disuelven en secuencias cromáticas. No son mensajes directos, sino rastros, indicios y puertas que invitan a explorar la certeza de la incógnita.




La intención sugestiva de su práctica también explica su predilección por las intervenciones pictóricas site-specific, que entiende más allá de la ampliación de escala de la pintura, como un gesto simbólico. Dejar rastros en los muros remite tanto a los rituales ancestrales de las cavernas como a los grafitis contemporáneos o a las inscripciones de los presos en sus celdas. La pared se convierte entonces en soporte de memoria y de invocación, un espacio compartido donde lo privado se vuelve público y el espectador no se enfrenta solo a la pintura, sino que tiene la oportunidad de sentirse inmerso en ella.

Su pintura se organiza mediante sistemas de cómputo y repetición, en los que el pensamiento matemático es la herramienta que organiza las composiciones. Las estructuras reticulares, los cálculos numéricos, los códigos binarios y las reglas de transformaciones geométricas y cromáticas le permiten articular un lenguaje visual que, a pesar de su rigor formal, está cargado de sensibilidad y apertura poética. Estas operaciones, que podrían recordar a procesos digitales, se ejecutan siempre a mano, manteniendo la huella del tiempo y la variación y el error del pulso, como si la artista tejiera pacientemente una urdimbre en la que confluyen lo mecánico y lo artesanal.



El interés de Laura González Cabrera no se agota en la plástica: su imaginario se nutre también de la arquitectura y la música, que funcionan como modelos de percepción y organización. La arquitectura le permite pensar la pintura como un espacio envolvente, donde la escala, la proporción y la estructura generan sensaciones que afectan la percepción del entorno. La música, por su parte, se refleja en la obra a través de la organización temporal y rítmica: la cadencia de los gestos, la alternancia de vacíos y repeticiones, y la disposición de los elementos sobre la superficie establecen un ritmo interno que guía la experiencia del espectador. Así, ambas disciplinas aportan pautas estructurales y temporales que determinan la manera en que la pintura ocupa, transforma y redefine el espacio que habita.

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