FOTOGRAFÍA: Manuel Outumuro

Portada Njoy diciembre 2024. Fotografía: Manuel Outumuro

La exposición “El ángel que nunca fui” del fotógrafo Manuel Outumuro indaga en el origen y la memoria.

Una búsqueda en el tiempo pasado, para visualizar la infancia de un niño rural en la Galicia de los años cincuenta. Un proceso de inmersión en la nostalgia para recuperar la iconografía de los recuerdos y buscar en los orígenes la terapia al desarraigo. Los expertos denominan “amnesia infantil” a lo no recordado en los tres primeros años de nuestra vida. Outumuro vivió en Galicia hasta los diez años. Los recuerdos del primer trienio pueden haberse diluido, pero la memoria de los siete años restantes se aferra en él con una fuerza inusual como si con ello tratase de preservar la procedencia de la que a corta edad le arrancaron. Dicen, algunos estudiosos de la psicología cognitiva, que la memoria puede ser muy mentirosa, y que a veces lo recordado no sucedió de verdad; pudo haber sido una conversación oída, una foto contemplada o un sueño mal archivado. El fotógrafo se obsesionó en comprobar que todo lo recordado ocurrió y que los relatos aquí expuestos no fueron una mera fantasía.

Testigos de su infancia aportaron claridad a lo acaecido, reafirmando los hechos y contribuyeron a reconstruir, con más rigor, las vivencias del pasado. Así es como surgió un nuevo imaginario de la infancia, que el fotógrafo plasmó en una colección de fotografías que lo evocan.

“El ángel que nunca fui”, un relato que narra un pequeño conflicto infantil, fue la primera imagen que disparó de esa nueva serie de fotografías. En el proceso de documentación para realizarla, aparece en el archivo de Outumuro una fotografía del año 1997, en la que un niño de corta edad, vestido de ángel, camina hacia una nave abandonada en las ruinas industriales del Pople Nou de Barcelona. Esa imagen, inédita y olvidada, propició un vuelco al proyecto expositivo inicial y a partir de ahí, Photographic Social Visión, de la mano de Silvia Omedes e Imma Cortés (comisarias), entran a revisionar el amplio archivo del fotógrafo bajo una nueva e interesante lectura: la de recopilar fotografías donde la memoria inconsciente del autor haya dejado su huella. La colección de imágenes procedentes de esa búsqueda, acompañada de las nuevas instantáneas que ilustran los relatos de los recuerdos, dan cuerpo y contenido a esta muestra. Dos mundos que parecen lejanos; el del niño rural en la Galicia profunda, y el del fotógrafo de la sofisticación, convergen en esta exposición para dejar constancia de la influencia del origen y la memoria en nuestro modo de mirar. 

La exposición está esponsorizada por la Diputación Provincial de Ourense. Centro Cultural Marcos Valcárcel hasta el 7 de enero 2025.

El ángel que nunca fui

Igor Yebra para Wash & Go. Madrid, 1999
Leonor Watling para Fashion & Arts. Madrid, 2018
Vuelo en el columpio. Amaya Arzuaga. Barcelona, 1994

Yo tenía siete años, y por primera vez los niños de la parroquia desfilaríamos en la procesión de la fiesta del Espíritu Santo vestidos de angelitos. Mis tías mataron tres gallinas blancas para hacerme un par de alas. También confeccionaron un faldón y me compraron zapatillas y calcetines blancos. Estaba tan ilusionado con ese acontecimiento, que memoricé con máxima aplicación lo que llamaban “ejemplos”, una especie de poema narrando una obra de caridad o una buena acción; costumbre antigua por la que cada niño recitaba su “ejemplo” a la virgen antes de entrar la imagen en la iglesia, después de la procesión.

Una semana antes de la fiesta, en la misa del domingo, el párroco anunció por sorpresa y sin demasiadas explicaciones, que finalmente solo desfilarían las niñas vestidas de primera comunión y los niños de calle, como siempre. Me disgustó tanto esa decisión que, para ocultar el llanto, salí corriendo al exterior y me escondí entre las tumbas que rodean la pequeña iglesia. Llegado el día de la fiesta mayor, las mujeres de la casa no lograron convencerme de que debía acudir a la procesión. Según mi tía Lidia, en medio de esa acalorada discusión, juré que no pisaría la iglesia nunca más en mi vida.

Durante una larga temporada, cada domingo, mi abuela y mis tías intentaban, infructuosamente, convencerme de asistir al santo oficio. Yo me escapaba y me refugiaba en alguno de los hórreos vacíos que rodeaban nuestra casa. Uno de esos domingos, cuando ya todos estaban en la iglesia, salí de mi escondite entre espigas de maíz. Al llegar a la puerta de la casa un inesperado golpe de viento lanzó por los aires las plumas de la cesta allí olvidada. Fue ese preciso momento el que quedó grabado en mi retina como si de una fotografía se tratara. Como si fuese el retrato de la ilusión desvanecida o el vuelo de unas alas nunca construidas; las del ángel que nunca fui.

El retrato de la ausencia

Concha Buika para El País Semanal. Madrid, 2010
Carmen Elias para El País Semanal. Barcelona, 2014
Mimi Anden para Massimo Dutti. Edimburgo, 2002

A los pies de mi cama había una fotografía colgada en la pared. Esa imagen vigiló mis noches de infancia, convirtiéndose en el retrato de la ausencia. Mis padres emigraron a Venezuela cuando yo tenía un año y me dejaron al cuidado de mis abuelos maternos. Ese hecho no era excepcional; entonces formaba parte de la normalidad en las pequeñas aldeas de Galicia. Un marco de madera rodeaba aquella instantánea disparada por autor anónimo a finales de los cuarenta. Crecí con esa imagen, la de dos adolescentes mirando a cámara, vestidos con sus mejores galas en el día de su boda.

Mi abuela solía acompañarme cada noche al dormitorio y a la tenue luz de una vela contemplábamos la fotografía. Mientras me arropaba con sábanas de afecto, me contaba historias de cuando mis padres eran pequeños. También ojeábamos otras fotos, guardadas en la mesilla de noche, y que habían llegado en cartas desde el otro lado del Atlántico. Una noche que me acostó mi tía Lidia algo le llamó  la atención del retrato de mis padres, lo descolgó cuidadosamente y lo contempló con más interés que en otras  ocasiones. Lo acercó a la vela y se quedó en silencio mirándolo como si acabara de descubrir algo que nunca antes había visto. —Esta fotografía está enferma —dijo—. Creo que acabará desvaneciéndose.

Después de explicarme que había fotos que se morían con el tiempo, me dio un beso, apagó la vela y salió de la habitación. Sentí entonces un sudor frío, lleno de miedo y desasosiego. Por un momento creí ver, a pesar de la oscuridad, a mis padres desapareciendo de la instantánea. Me pareció, incluso observar con detalle, como el papel fotográfico se velaba y aparecía un limbo blanco prisionero del roble que lo enmarcaba. Sobresaltado, me levanté y encendí la vela apresuradamente para comprobar si ellos aun seguían allí. Tras cerciorarme de su presencia, y de que su mirada seguía vigilando mis sueños, le di un beso al frío cristal y me quedé dormido profundamente.

La Costurera

Balenciaga y Pertegaz para Marie Claire. Barcelona, 2014
Cristóbal Balenciaga. Museoa. Getaria, 2010
Roberto Diz para El País Semanal. Barcelona, 2016

A los lejos, en la carretera de tierra que entraba al pueblo, se la veía venir muy erguida con las manos en los bolsillos del delantal y la máquina de coser, en perfecto equilibrio, sobre su cabeza. El día que llegaba a casa la costurera a domicilio era una fiesta para todas las mujeres. Para mí también. Me gustaba acompañarla a la galería del piso superior, y observar su cara de sorpresa al descubrir las diferentes tareas que le habían preparado con esmero: una cesta con prendas de vestir para remendar y otra, más pequeña, con ropa desahuciada para hacer delantales o paños de cocina. Pero lo que a ella y a mí más nos fascinaba eran los retales y rollos de telas nuevas llegados de los almacenes Simeón de Ourense: tul con estampados florales, algodón con rayas de colores, satén, y en una única ocasión, terciopelo negro para el vestido de novia de mi tía Lidia. 

Las telas, allí alineadas, esperaban el dibujo de los patrones recortados en cartón. Una fina tiza, semejante a una pastilla de jabón, mostraba sobre el tejido el camino a las tijeras. Trozos de tela con formas abstractas quedaban organizados como piezas de un extraño puzle listo para ser ensamblado por la máquina de coser. Era un juego de magia descubrir cómo de una tela revuelta con hilos colgando aparecía una camisa, una falda o batas para mis tías. De los pequeños retales sobrantes la modista hacía muñecas de trapo para mi hermana. En la cabeza le cosía dos ojos hechos con minúsculos botones y la boca la bordaba con unas cuantas puntadas de hilo rojo. Cuando terminaba de coser planchaba y doblaba con delicadeza todas  las prendas realizadas. Me gustaba ayudar a recoger y a cerrar la galería ajustando con cuidado puertas y ventanas de cristal. No era por temor a un temporal, sino para conservar en aquella estancia el perfume indescifrable que la costurera esparcía con un frasco muy pequeño que siempre llevaba en el bolsillo de su delantal.

Los Danzantes del Cristal

Cesc para Gelabert-Azzopardi. Barcelona, 2009
Robert Gómez para Cia. de Danza. Barcelona, 2009
Joaquin Cortés para El País Semanal. Madrid, 2006

En casa se vivían con especial intensidad los preparativos para la romería de la Virxe do Cristal. En la cocina se hacían empanadas, roscas de anís, leche frita y filloas, y en la mesa del comedor se acumulaban cestas de mimbre con los enseres necesarios para tan esperada celebración. El quince de septiembre cargábamos  todo en la parte trasera del camión y allí nos instalábamos rumbo al pueblo cercano de Vilanova dos Infantes. Mientras nos acomodábamos, mi tío Pepe me dijo al oído que parecíamos gitanos errantes. El hecho de no entender el significado de la palabra ‘errantes’ no me impidió disfrutar de aquel momento de felicidad. Durante el trayecto, por la vieja carretera sin asfaltar, cantábamos canciones propias de una excursión y las mujeres se afanaban en descubrir sus rostros cegados por los cabellos revueltos con el viento.

Al llegar al campo de la fiesta, extendíamos los manteles y los anclábamos al suelo con botellas de vino y aguardiente. A lo lejos los gaiteiros, abriendo paso a la procesión, se acercaban lentamente. Les seguían los danzantes y, tras ellos, la minúscula Virxe do Cristal, portada por los vecinos más fieles sobre un excesivo trono de oro. Era un verdadero misterio constatar cómo tan solo 15 centímetros de imagen podían despertar tan multitudinaria devoción.

Para mí la maravilla de aquella fiesta radicaba en los danzantes. Solo los mozos de Vilanova estaban llamados a ocupar aquel lugar preferente delante de la virgen. Vestidos con enaguas bordadas, y camisas blancas cruzadas por múltiples cintas de colores, adornaban sus cabezas con sombreros cuajados de vistosas flores de papel. Cuando llegaban a nuestra altura, yo solía escaparme del grupo familiar y sumarme al bullicio multicolor de cintas voladoras y faldas almidonadas. Aquella danza, donde se combinaba la delicadeza del atuendo femenino con la fuerza masculina de la ejecución, despertó en mi algo más que curiosidad por el baile. Durante una larga temporada, bajo la influencia de esa celebración, imitaba los pasos de los danzantes girando sobre mi mismo hasta perder el equilibrio. Y si alguien me preguntaba que quería ser de mayor, contestaba sin dudarlo: Danzante do Cristal.

Mujeres de tierra

María de Medeiros para Marie Claire. Paris, 2006
Juliette Binoche y Rinco Kikuchi. Tenerife, 2014
Yohana Cobo para El País Semanal. Madrid, 2006

Crecí rodeado de mujeres. En casa vivían mi abuela y mi tía Lidia y dos hermanas de mi abuelo. La casa contigua estaba habitada por mi madrina, y un poco más arriba, la última casa, era de mi tía y mi abuela paterna. Fuera de la familia, las otras mujeres del pueblo también estaban muy presentes, al tener a sus hombres en la emigración. Las recuerdo a todas siempre atareadas en exceso, como si fuesen hormigas febriles. Trabajaban en el campo, hacían las tareas propias de la casa y criaban gallinas, cerdos, vacas y niños. Amasaban el pan, cardaban la lana de los colchones, ordeñaban las vacas, tejían mantas de lino, ayudaban a parir a la cerda y se dejaban las manos en el granito del lavadero donde hacían la colada. A los pocos hombres que había en el pueblo, cuando no estaban trabajando, se les podía ver jugando a las cartas, fumando o tomando una copa de aguardiente en el café. Mientras que ellas, si tenían un momento libre, aprovechaban para zurcir calcetines con un huevo de madera.

Eran mujeres fuertes e intensas que de alguna manera se sabían excluidas, pero, en lugar de quejarse, se agrupaban de una forma casi animal, por puro instinto, sin ni siquiera organizarse. En el aislamiento de lo rural, ellas devenían el único referente para encontrar su identidad. Además, eran conscientes de poseer una fuerza especial que emanaba de la propia naturaleza. Esa misma fuerza telúrica que empleó mi abuela para cortar el hilo umbilical después de parir a cuatro de sus once hijos, sola en casa y sin ayuda.

Celebraban la vida con una gran alegría pero, a la hora de llorar a los muertos, adquirían el máximo protagonismo. En aquellos años en que los hombres no soltaban una lágrima (y si lo hacían era a escondidas) ellas catalizaban los altibajos de la vida. De aspecto un tanto rudo y masculino, a pesar de tener las manos curtidas por muchas cosechas, un aura de feminidad las envolvía y las dotaba de una acogedora ternura que parecía brotar de la propia tierra. La misma tierra de la cual ellas estaban hechas.

Alejandra Alonso para El País Semanal. Barcelona, 2016

Según las comisarias de la exposición Silvia Omedes e Imma Cortés, de Fundación Photographic Social Vision, han tenido que pasar treinta años de Intensa producción fotográfica, de numerosos y merecidos reconocimientos a su maestría en el retrato y la fotografía de moda, para que Manuel Outumuro se decidiese a explorar una cuestión esencial que, desde hace años, le Interroga Incesantemente. ¿De qué forma su Galicia natal y las circunstancias de su niñez influyeron en su forma de ser y ver el mundo?

El proyecto se inicia con Lembranzas («recuerdos» en galego), una poética colección de 13 fotografías acompañadas de relatos personales, con la que Outumuro nos abre las puertas de su Infancia. El autor explora sus recuerdos más tempranos, que habían permanecido aletargados a causa de su incesante actividad profesional: cuáles fueron sus deseos más íntimos, quienes sus grandes cómplices y cómo la naturaleza, la tradición y la fantasía marcaron sus primeros años de desarrollo.

Outumuro entendió muy pronto que la fotografía es un lienzo fértil para tejer relatos y que el retrato es presencia y garantía de eternidad. El autor completa su álbum de fotografías más personal: el que hoy dota a su pasado de corporeidad, luces, sombras, texturas, gestos, razones y renovadas emociones, y que si no fuera por este generoso ejercicio, sólo existirían en su memoria.

Anetta para Belcor. Barcelona, 2011

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