Juguemos. Juguemos a imaginar mundos paralelos. Uno, por ejemplo, en el que alguien por coger un pincel sea artista, por coger un cuchillo sea chef, por coger un microscopio sea científico o por coger una cámara sea fotógrafo.
Esto último quizá les suene menos raro, ya que, desde la llegada de las redes sociales, especialmente de Instagram, cualquiera con una cámara en su teléfono móvil se ha convertido en fotógrafo profesional. Este efecto secundario de las redes sociales y de la democratización de la alta tecnología supone un atentado contra el concepto mismo de talento. Ahora todos tenemos talento. Desde la chica mona que posa con un mojito en la playa y se convierte en influencer al recibir siete mil likes y que el garito comparta su story, hasta el veinteañero autodenominado Community Manager por subir tres fotos a la semana en la cuenta de Charcutería Mariola y comprar un paquete de seguidores para engordar los datos de cara al cliente. Sí, los seguidores se compran al por mayor junto a comentarios y likes, creando una mafia ideada para continuar con la apariencia, lo superficial y el postureo, rasgos intrínsecos de estas apps, asumidos por todos los usuarios desde el momento del registro.
La cultura de lo fast no se ha quedado solo en la comida basura. Vivimos en la era de lo exprés, de lo inmediato, inmersos en una sociedad pensada para que el ritmo de vida te impida pensar en pos de la productividad, esclavos de nosotros mismos y de nuestras pantallas. Unidos a un cable invisible que nos hacía libres cuando estaba conectado al teléfono fijo y no a los usuarios de los smartphones, más inteligentes casi que ellos mismos. Así, la prisa nos ahoga y nos confunde hasta el punto de dar por hecho que una cuenta con muchos seguidores es sinónimo de autenticidad y calidad, pues equiparamos el número de followers o de interacciones con el índice de verdad. Vivimos la crisis de lo auténtico, otro término machacado por las redes. Porque les diré algo obvio que hemos olvidado: parecer no es ser. Adulterar, aparentar, desvirtuar, disfrazar, distorsionar, falsear, fingir, maquillar, simular… (ojo, por orden alfabético) son las máximas de la máquina tragaperras por la que deslizamos nuestros índices de manera casi compulsiva, por inercia.
Pero mientras tengamos batería y wifi el mundo puede seguir girando de esta manera. A quién le importa. Muchos se preguntarán, igual que Supertramp: «¿Crisis? ¿Qué crisis?». Crisis de valores como mínimo, a la que asistimos todos como espectadores pasivos. Pero la solución es muy sencilla: recuperar el juicio crítico (o cualquier tipo de juicio, al fin y al cabo). Recobrar el sentido común, el instinto, ese mismo que nos hacía no comprar un libro por su portada ni un melón por su brillo encerado y artificial. Piensen por sí mismos, apaguen el teléfono un ratito y rasquen en la superficie de lo que les rodea. Salgan del rebaño, aparten la vista de la pantalla, apuesten por la slow life, por volver a ligar en persona y por ir a un concierto sin publicar una story (lo sé, cuesta). Ah, y no olviden compartir este artículo en todas sus redes sociales.
Jennifer Rodríguez-López
Instagram: jennrodriguezlopez
Es curioso cómo la belleza del arte tiene mucho más que ver con el marco
que con la obra de arte en sí.
NJOY With Us!
Se el primero en comentar